Pienso en nuestros antepasados quienes vivían y sobrevivían acosados por toda suerte de enfermedades y pestes mortales.
En nuestros tiempos pese a que nos siguen inquietando males como el cáncer, ya no nos atormentan como regueros de muerte el tífus, la tuberculosis y una larga lista de terribles amenazas de antaño. Hasta que, de súbito, se nos apareció hace algunas décadas entre otros, el sida y ahora último el ébola.
Imagino a los habitantes de entonces, aterrorizarse ante la sola palabra cólera que era sinónimo de una pronta visita sin regreso al cementerio.
Aunque de dimensiones bastante más acotadas, el tal ébola nos envuelve en el marco de una vulnerabilidad presumible, por lo cual celebro el toque de humor que generalmente emana en medio de circunstancias de preocupación.
A mis amables lectores del extranjero trascribo la historia, sin saber si la recibimos de alguna latitud lejana o cercana o si nació en nuestro suelo.
El hecho es que un señor aduce estar enfermo de débola y no de ébola. Ante las demostraciones de estupor de su interlocutor, el afectado de débola se explica:
Claro. Débola la luz, débola cuenta del gas, débola del agua, débola del colegio de los niños, débola del crédito bancario vencido, en suma padezco de débola.