martes, marzo 27, 2012

Las cuentas equivocadas de Claudio Borghi






Claudio Borghi fue un talento poco común en sus tiempos de futbolista activo. Seleccionado argentino, tuvo la mala suerte de ser contemporáneo de Maradona para el mismo puesto, lo que le restó posibilidades, pero dejó una huella de gran estirpe en canchas de su país, Italia o Chile.
Como técnico, Borghi ha tenido grandes éxitos y también algunas decepciones. Pero es indiscutible que su visión futbolistica y experiencia, deberán darle tarde o temprano logros importantes.
Actualmente, el Bichi, como se le denomina, es el DT de la selección chilena, que busca llegar dentro del marco sudamericano al Mundial Brasil 2014.
Borghi habla de fútbol con amenidad y sencillez. Sin embargo una de sus frases de no hace mucho me parece enormemente desafortunada.
Ha dicho que es muy difícil que Chile pueda competir de igual a igual con las potencias mundiales, en circunstancias que somos apenas 15 millones de habitantes.
¿Cómo?
Con ese parámetro la India con mil ciento cuarenta millones de habitantes debería ser aspirante eterno a la mejor selección del mundo, pero el fútbol en aquel país por ahora está bastante alejado de la mano de Dios.
China, con cerca de mil cuatrocientos millones de habitantes, pese a que día tras día aumentan sus adherentes entre jugadores y público, tampoco es potencia internacional.
Rusia, de unos 142 millones de habitantes, donde sí la pasión por el llamado deporte rey es multitudinaria, no suele estar en la disputa del cetro mundial.
En cambio Portugal con apenas cerca de 11 millones de habitantes produce futbolistas de la categoría de Eusebio, Figo o Cristiano Ronaldo.
Holanda con no más habitantes que Chile ha sido finalista de las copas del mundo y ha entregado astros de la notable calidad de Cruyff, o de Van Basten o de Roben.
Paraguay, generador de estupendos futbolistas que actúan en todas las latitudes, tiene apenas algo más de seis millones de habitantes.
Para qué decir Uruguay: dos veces campeón olímpico de fútbol, dos veces campeón mundial, actual campeón de la Copa América y generador brillante de fantásticos futbolistas en todos los tiempos, no llega a los tres millones y medio de habitantes.
De modo que nuestro querido Claudio Borghi, en este punto está muy equivocado.

martes, marzo 20, 2012

¿Ben Gurion...o Bergurion?

Creo que la menor parte de la gente se inquieta por saber el origen del nombre de las calles, aunque sea la de donde vive o trabaja. Obviamente si se habita en O’Higgins, San Martín, Washington o Kennedy, de cualquier ciudad, algo nos sonará el nombre, pero en otros casos ni nos inmutamos.

Cerca de mi casa hay una calle Basel a la que no sé por qué no le llamaron Basilea, ya traducido al castellano, con lo que la gente le dice Basél, acento puesto por mi en forma arbitraria, tal como la mal pronuncian, solamente para ilustrar que en general muy pocos saben que se trata de la ciudad suiza de esa denominación.

Algunas veces los nombres corresponden al propietario antiguo de los terrenos en que se construyó cierta calle, por lo que es más difícil encontrar referencias.

En Santiago, por reparaciones, hoy los conductores que vienen desde el poniente, se encuentran con un inmenso letrero, que anuncia un desvío en la esquina de avenida Las Condes hacia el puente que conduce a La Dehesa, el cual señala que deben virar hacia la izquierda, por Bergurion. Una cuadra más hacía el oriente está la calle Ben Gurion, nombre por cierto similar, aunque distinto.

Aquí no se trata de que el encargado deba ser un especialista en historia mundial, ni mucho menos. Simplemente era de suponer que copiara al pie de la letra el nombre de la calle.

De modo que si usted conduce por esa zona y ve la notoria indicación de tránsito, sepa que el desvío supuesto por Bergurion no lo va a encontrar, pero hay uno por el que derivan muchos autos y que casualmente es muy parecido, aunque se trata de Ben Gurion. En verdad, como en tantas cosas, aquí también imperó la vieja “ley” del menor esfuerzo.

lunes, marzo 12, 2012

El Poddle



Cuando murió Athos, el viejo samoyedo que le fue regalado de niño a mi hijo, decidí que nunca más albergaría un perro en mi hogar. El fiel can dejó este mundo, muchos años después que el propio Mauricio ya casado había abandonado nuestra casa.
Por cierto uno se encariña con los animales, agradece su amistad y su inteligencia, pero a la vez padece como propias sus aflicciones y enfermedades. Entonces para qué complicarse de nuevo la existencia.
En el otoño de mi propia vida, por comodidad, no me hace gracia la idea de ver de nuevo destruido el pasto de mi jardín o no encontrar mis zapatillas de levantarse, especialidad de los perritos nuevos, ávidos de trasladar a “aposentos privados” ese tipo de calzado.
Y en caso de algún viaje de mi señora y yo, un nuevo ser entre nuestras paredes requeriría lógicamente de la natural preocupación por su subsistencia física y emocional durante nuestra ausencia.
Recordaba otros perros. Desde el lejano Lux de mi infancia, el cual a los 10 años mientras lo acariciaba no encontró nada mejor que morderme la mano, disgustado por algún dolor que involuntariamente yo le habría producido, hasta la tierna Blanqui de tiempos anteriores a Athos, muerta trágicamente en una de sus incontrolables escapadas por el vecindario, bajo las ruedas de un vehículo.
Decididamente no más mascotas en casa, era mi lema.
Hasta que mis nietos Natalia y Esteban, fanáticos de los perros y a quienes su mamá por comprensibles razones no les permite tener alguno, convencieron a mi señora de lo felices que serían si les consiguiéramos un perrito, aunque fuese “chiquitito”. Claro que criado en mi casa.
Entre la opción de ver la cara de felicidad de aquellos nietos, hijos de mi hijo, y la certeza de la angustia que la llegada del nuevo habitante le produciría a otro de ellos, Francisco José, el más pequeño de una de mis hijas, quién no puede ver un perro desde que cuando todavía más pequeño unos canes hicieron el amago de atacarlo, estimé que el “mal menor” era no reincidir con uno.
Mi esposa, por el contrario, sostenía que Francisco José se acostumbraría a un perrito en nuestro hogar y que no por ello nos dejaría de visitar. Como mi negativa se mantenía incólume, mi señora al más puro estilo de mi suegra ya fallecida quién en situaciones de choque de opiniones con mi suegro simplemente no le preguntaba más, si no que actuaba de acuerdo a sus ideas, hizo lo de su madre y es así como anoche apareció con un poddle de un mes.
Reconozco que la simpatía de Cachupín, nombre en nada original pero que se le ocurrió a mi media naranja para llegar por lo menos con un problema solucionado, me ha cautivado y me ha hecho olvidar rápidamente mis aprensiones.
Ahora falta por solucionar “el caso” Francisco José.

martes, marzo 06, 2012

Este post ya fue publicado en junio de 2009


Pequeñas angustias del inmigrante




Cuando sé de los problemas de entendimiento que tienen quienes se ven obligados a cambios abruptos de país, pienso en mi propia infancia.

Recién llegados a Chile desde la Alemania de Hitler, a mis pocos años entendí mejor el castellano que mis padres.

Recuerdo que mi mamá me pagaba la simbólica suma de dos pesos que no alcanzaba ni para un dulce, con tal que yo le enseñara el idioma.


Mi convencimiento acerca de que lo dominaba bien se iba al tacho en las salas de clase.
“¿Qué hicieron ayer domingo niños?” decía la profesora. “A ver...tú Stefan” (todavía yo no asumía mi condición de Esteban).
“Ayer--debo haber pronunciado la ere al más puro estilo germano--fuimos a ver a unos amigos de mis papás, llegados en el mismo barco, que viven en Cólina”.
La respuesta generaba sonoras carcajadas en todo el curso.

Se trata de una localidad situada a pocos kilómetros al norte de Santiago, que en verdad es COLINA y no Cólina como yo la mencionaba, repitiendo la forma en que la nombraban mis padres.
El bochorno me irritaba y al llegar a casa reprendía a mis progenitores por “el delito” de no saber ellos acentuar debidamente el nombre de aquella comuna.

También recuerdo que cerca de mi casa de entonces había una calle- en verdad todavía la hay- que se llama Mar del Plata.
Al referir en mi curso que para venir al colegio debía pasar por Ma del Plata, sin ere porque mis padres no la pronunciaban, las carcajadas se multiplicaban.

Qué lejanos están esos tiempos, pero los traigo al presente como una pequeña muestra de los malos momentos que el cambio de idioma genera en traslados de país y continente, con reacciones espontáneas en el caso de niños, que por cierto no dominan sus impulsos, carentes los pequeños de cualquier atisbo de hipocresía o de diplomacia.


Por cierto fueron situaciones mínimas que no me dejaron grandes huellas en lo emocional y que claramente no tienen la connotación de auténticos dramas de convivencia en tierras distintas, que experimentan miles y miles de refugiados, tanto niños como adultos.