(Publicado en agosto de 2007)
Hace algunos días asistí a una misa fúnebre y al entierro del padre de una concuñada.
La primera de estas ceremonias tuvo lugar en una iglesia situada en la localidad de Calera de Tango, 24 kilómetros al sur de Santiago, mientras que el funeral se realizó en el Cementerio Católico, en la zona norte de nuestra capital.
A eso de las 11.15 horas, la triste caravana inició su recorrido desde la puerta de la iglesia, rumbo a la carretera a Santiago, conocida como Autopista Central.
Las dificultades empezaron cuando el conductor del vehículo del Hogar de Cristo que encabezaba el cortejo y que llevaba el cajón, se olvidó que era una caravana y, de súbito, se disparó por la autopista obligando a algunos émulos de astros de la Fórmula Uno de automovilismo deportivo, a "volar" literalmente tras el carro mortuorio.
El hecho es que la inicialmente nutrida y amalgamada caravana, con las correspondientes luces intermitentes encendidas para que otros vehículos respetaran el cortejo, se disgregó totalmente.
De súbito, de auto secundario, me vi convertido por las circunstancias descritas, en el vehículo guía de uno de esos grupos.
Al cabo de kilómetros y kilómetros en esa condición, por fin en medio del intenso tránsito metropolitano, dimos alcance a otro sector de la caravana y en esa "faena" cruzábamos ya fuera de la Autopista Central, por Vivaceta rumbo a Recoleta, incluso por semáforos en rojo, invocando tácitamente nuestra condición de caravana mortuoria.
Me sentí aliviado al dejar de ser cabeza de fila.
Pero en otro semáforo, que mis colegas al volante también superaron con roja ante el respeto de los demás conductores no involucrados, un vehículo que súbitamente se había insertado sin querer en el cortejo, se quedó detenido frente al semáforo, volviendo a desordenarlo todo.
De nuevo me vi como cabeza de grupo y en esas condiciones emprendí otra vez la marcha, aun cuando absolutamente desubicado acerca de donde me encontraba y por donde se accedía al cementerio.
De pronto me encontré en "un callejón sin salida" pero auténtico. Una calle sin salida, con multitud de autos detrás, confiados en mi supuesto conocimiento de la ruta, pero de súbito, "empantanados".
Fue de película la forma poco airosa y llena de problemas que tuvimos todos para desandar lo mal andado.
Al final llegamos a destino, alcanzando a ver la última paletada... tras la cual como en el poema, nadie dijo nada.